Elevación en el autobús (1)
En las mañanas, salir corriendo por las aceras mojadas levemente por una lluvia que se evapora y el café en un vaso de ternopol, los ojos un poco despiertos, un poco cerrados.
Subir al autobús en una disputa de cuerpos que se empujan, no se miran, alcanzan el asiento como si hubieran ganado una rifa escolar.
Me senté y pensaba en la musa bebé.
Mi musa va a cumplir 11 meses. Es una belleza, con su tez como de pelusa clara y su sonrisa extraordinaria.
Pensé en mi hijo, en su mochila llena de libros y lapiceros, esferitas de plástico para jugar en el suelo y gritar. En el autobús pienso y no sé si en uno de esos viajes, algo estallará. Porque ahora menciono a mis niños, y no he de ocultarlos, mas tampoco hablaré de ellos con frecuencia.
Mi musa bebé vive en otra casa. A vive conmigo, es muy juguetón, travieso, me hace unas escenas que a veces parezco la bruja de Salem un poco suavizada frente a él. Ah, maternidad, sarcófago imaginario de las libertinas.
Sí, dije bien. Una libertina es para el Tribunal del Santo Oficio del siglo XXI (otrora, entidad conformada por el actual Papa ) una pecadora extrema que deshonra al género femenino, mujer demonio.
No sé, una mujer demonio es preferible a una mujer sumisa, que las hay aún, y en gran cantidad, lo que en verdad es espantoso.
Las libertinas, eso sí, no pueden ser buenas madres. Si tienen hijos, no se sabe quién de sus amantes, es padre de tal hijo, de tal hija, no se sabe a menos que el Adn de por medio aparezca y aclare la confusión. Y bien, si acaso el padre no es importante según algunos plantemientos filo/sóficos-educativos, en el caso de las libertinas, sucede que con ellas es más importante ser una maravilosa oficiante de la promiscuidad que de los deberes maternales.
Pensaba en las libertinas, al mirar a una mujer que sonreía con el roce del cuerpo de un extraño con el suyo. Sobresalía de costado la erección del hombre que enrojecía levemente y se tocaba nerviosamente las orejas. Seguí mi sinuosidad mental y recordé a la monja de ojos verdes que se fugó con el párroco que también tenía ojos verdes, cuando yo a mis catorce, asomaba a esas aburridas reuniones de coros, tan sólo por ver al cura que causaba furor entre las señoritas, señoras, chicas rockers y chicos rockers, cómo no.
Si la sublime Sor Juana Inés de la Cruz, hubiera sido una princesa, no habría necesitado encerrarse en la celda de un convento. Sólo que si hubiese sido princesa, tal vez hubiera sido una libertina y no una poeta.
Que las poetas libertinas estaban ocultas, saliendo a la luz con el paso de los siglos. Aunque veo poco interesante ser una libertina, que es como asumir totalitariamente una condición acérrima, que te quita la posibilidad de fluir, si hablamos de libertinas concentradas en el el hedonismo in extremis. Placer unidireccional.
Pestañeé y me sobresalte. Atrás quedaba mi paradero. Pasé rauda entre la pareja masturbadora, entre niños uniformados, lánguidas secretarias, oficinistas ojerosos y el cobrador con camisa azul y sonrisa de vendedor de consoladores sexuales.
- ¡Oh!, exclamé. Había viajado en un autobús cargado de una atmósfera lasciva. Quizas, sin que me de cuenta, eso propició que piense en las libertinas. Quizás, me dije a mí misma, en otro viaje, en el mismo autobús, la sonrisa del cobrador de boletos no importaría, y no estaría aquella mujer con la falda fucsia y los cabellos ondulados, o tal vez sí, si estarían esos personajes cotidianos y yo en el fotograma, también, allí solitarios e ingrávidos, buscando algo en el aire, más allá de los ruidos y las embestidas de la ciudad.
Subir al autobús en una disputa de cuerpos que se empujan, no se miran, alcanzan el asiento como si hubieran ganado una rifa escolar.
Me senté y pensaba en la musa bebé.
Mi musa va a cumplir 11 meses. Es una belleza, con su tez como de pelusa clara y su sonrisa extraordinaria.
Pensé en mi hijo, en su mochila llena de libros y lapiceros, esferitas de plástico para jugar en el suelo y gritar. En el autobús pienso y no sé si en uno de esos viajes, algo estallará. Porque ahora menciono a mis niños, y no he de ocultarlos, mas tampoco hablaré de ellos con frecuencia.
Mi musa bebé vive en otra casa. A vive conmigo, es muy juguetón, travieso, me hace unas escenas que a veces parezco la bruja de Salem un poco suavizada frente a él. Ah, maternidad, sarcófago imaginario de las libertinas.
Sí, dije bien. Una libertina es para el Tribunal del Santo Oficio del siglo XXI (otrora, entidad conformada por el actual Papa ) una pecadora extrema que deshonra al género femenino, mujer demonio.
No sé, una mujer demonio es preferible a una mujer sumisa, que las hay aún, y en gran cantidad, lo que en verdad es espantoso.
Las libertinas, eso sí, no pueden ser buenas madres. Si tienen hijos, no se sabe quién de sus amantes, es padre de tal hijo, de tal hija, no se sabe a menos que el Adn de por medio aparezca y aclare la confusión. Y bien, si acaso el padre no es importante según algunos plantemientos filo/sóficos-educativos, en el caso de las libertinas, sucede que con ellas es más importante ser una maravilosa oficiante de la promiscuidad que de los deberes maternales.
Pensaba en las libertinas, al mirar a una mujer que sonreía con el roce del cuerpo de un extraño con el suyo. Sobresalía de costado la erección del hombre que enrojecía levemente y se tocaba nerviosamente las orejas. Seguí mi sinuosidad mental y recordé a la monja de ojos verdes que se fugó con el párroco que también tenía ojos verdes, cuando yo a mis catorce, asomaba a esas aburridas reuniones de coros, tan sólo por ver al cura que causaba furor entre las señoritas, señoras, chicas rockers y chicos rockers, cómo no.
Si la sublime Sor Juana Inés de la Cruz, hubiera sido una princesa, no habría necesitado encerrarse en la celda de un convento. Sólo que si hubiese sido princesa, tal vez hubiera sido una libertina y no una poeta.
Que las poetas libertinas estaban ocultas, saliendo a la luz con el paso de los siglos. Aunque veo poco interesante ser una libertina, que es como asumir totalitariamente una condición acérrima, que te quita la posibilidad de fluir, si hablamos de libertinas concentradas en el el hedonismo in extremis. Placer unidireccional.
Pestañeé y me sobresalte. Atrás quedaba mi paradero. Pasé rauda entre la pareja masturbadora, entre niños uniformados, lánguidas secretarias, oficinistas ojerosos y el cobrador con camisa azul y sonrisa de vendedor de consoladores sexuales.
- ¡Oh!, exclamé. Había viajado en un autobús cargado de una atmósfera lasciva. Quizas, sin que me de cuenta, eso propició que piense en las libertinas. Quizás, me dije a mí misma, en otro viaje, en el mismo autobús, la sonrisa del cobrador de boletos no importaría, y no estaría aquella mujer con la falda fucsia y los cabellos ondulados, o tal vez sí, si estarían esos personajes cotidianos y yo en el fotograma, también, allí solitarios e ingrávidos, buscando algo en el aire, más allá de los ruidos y las embestidas de la ciudad.